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viernes, 7 de octubre de 2011

El Pesimismo Utópico

Artículo premiado por Unicaja,
publicado por Ignacio Camacho (ABC el 19 de junio de 2010)

  
TENÍA Saramago el alma impregnada de una melancolía existencial, hija de la miseria campesina de su infancia y de una madurez empapada por la lluvia oblicua del estuario del Tajo, esa lluvia de invierno lisboeta que calaba la memoria de Torga y de Pessoa atravesándolas de soledades y nostalgias; y en su escritura reposada, serena, densa y compleja latía también un pesimismo ideológico, doctrinal, fruto del inconformismo con un mundo imperfecto.

Desde su propio nombre, apodo familiar de un mundo rural alentejano, de jaramagos y amapolas entreverados en las cunetas, su personalidad apuntaba la identidad del resistente, del hombre forjado a contracorriente del destino y redimido a través de un esfuerzo de rebeldía.

Saramago sólo podía ser comunista, el credo al que le conducían desde niño su paisaje social y su aprendizaje humano; pero por encima de sus intransigentes convicciones y de sus ofuscados pronunciamientos políticos brilló la dignidad decente y orgullosa de su sólida estructura moral.

Por eso en sus novelas, planteadas casi siempre a partir de parábolas filosóficas o históricas, golpea la prosa un pulso aleteante de utopía; un espíritu de lucha del individuo contra su degradación ética o social, una sacudida de indisciplina contra la resignación, el adocenamiento o la mediocridad.

A Saramago hay que leerlo en primer lugar como el gran creador y el escritor puro que era (es, porque la obra permanece siempre en el tiempo y en la historia), un narrador ambicioso de vocación profética, hondura intuitiva y aliento largo, pero también como un idealista, un honesto y testarudo doctrinario empeñado en proclamar su disidencia frente al designio trivial de una sociedad mercantilizada que no aceptaba ni quería entender. En cierto modo, esa contumacia metafísica, ese humanismo insurgente, ese denuego agonístico, hacían del Nobel portugués un hombre del pasado, un referente de otra época, un trascendentalista aferrado a su terca conciencia moral frente al relativismo complaciente y frívolo de la posmodernidad, la tecnología y el consumo.

En su numantinismo casi anacrónico, en esa trinchera arqueológica de principios, en ese irreductible anhelo de justicia y orden moral reside el atractivo que envuelve con un halo de respeto la figura del escritor ibérico más allá de las discrepancias que pueda suscitar su compromiso civil, salpicado de arbitrariedades, sectarismos e intransigencias, y más lejos incluso de su potente, indiscutible gigantismo literario. Saramago era un «homo eticus», un pesimista indómito plantado como un árbol solitario en el horizonte de la banalidad contemporánea.


Lo de menos era si llevaba o no razón en sus ideas; importa la coherencia, la lucidez y la integridad con que las defendió en una sociedad que hace tiempo que las ha abandonado.



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