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viernes, 21 de marzo de 2014

LANZAROTEÑOS POR EL MUNDO (I) - Zebensui Rodríguez Álvarez


Ya en febrero de 1946, en las páginas del lanzaroteño Pronósticos, Pancho Lasso se quejaba de que en esta isla «nuestro pueblo ignora sus hombres ilustres; y lo ignora porque carece de monumentos que digan su historia y su vida». Casi 70 años después, cuando ni siquiera sabemos bien quién fue el propio Pancho, el eco escrito de sus palabras se amplifica en nuestra retina para recordarnos la deuda que aún tiene pendiente la historiografía canaria con el paisanaje de esta isla que supo trazarnos un camino con el que llegar hasta nuestros días. Tal vez, incluso, puede que hasta, sin saberlo, nos hayamos desviado del mismo. Es probable, de hecho, que estemos aquí, ahora, leyendo estas líneas de vindicación lancelótica sin poder recordar, porque nunca lo supimos, que hubo un día en que Agustín Espinosa creó un “Lanzarote nuevo, un Lanzarote inventado por mí” y que tanto inspiró a César Manrique al mirar la Arquitectura inédita de esta isla. O que estemos organizando nuestras vacaciones de Semana Santa en La Graciosa sin tener apenas idea de que, en su momento, un tal Ignacio Aldecoa encontró allí su paraíso, y no por la belleza del paisaje a la que la artificiosa postal turística nos tiene acostumbrados, sino por la esencia de la isla, que no era otra que la de permitir vivir en ella en un intemporal presente.  Y todo esto a pesar de que, por razones que probablemente ignoremos, los personajes a los que cito dan nombre a importantes centros educativos de Lanzarote.
               Agradezco, pues, la invitación del CEP para participar en este blog de Sospechosos habituales, y lo hago con el propósito de recordar a aquellos personajes que, vinculados a la educación pasada y presente de nuestra tierra, han recorrido mundo para ayudarnos a ser isla. En esta ocasión deambularé sobre la figura de Isaac Viera. El mes que viene, ya veré, aunque por nombres, que no sea.
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La atribulada existencia de Isaac Viera y Viera

El conocimiento sobre la vida y obra de Isaac Viera y Viera no es aún semejante a la importancia de su singladura personal y creativa por el archipiélago canario y varios países de Hispanoamérica. En cualquier caso, a través de su propia autobiografía en Palotes y Perfiles (1895) y de varias noticias en la prensa de la época es posible reconstruir buena parte de su trayectoria personal y literaria.
               Isaac Vierra nació en 1858 en Yaiza, al sur de Lanzarote, desde donde se trasladó muy joven a Gran Canaria para avanzar en su formación académica en el Seminario Conciliar de Las Palmas. Sin embargo, antes de culminar su proyecto educativo marchó a Montevideo, donde conoció a su futura esposa y se vio envuelto en  una discusión política que le obligaría a desplazarse a Cuba, isla que abandonó tiempo después para regresar a Canarias, concretamente a Tenerife, donde el escritor sureño dispuso del amparo de una hermana suya. Poco después volvió Viera a emigrar, esta vez a Venezuela y, más tarde, a Argentina, país en el que abogó públicamente por la independencia del municipio de Lanús (provincia de Avellaneda), intromisión política que, además de proporcionarle algo de dinero, le condujo de nuevo a la huida.
A falta de un estudio siquiera aproximado a la labor política de Viera en Hispanoamérica y de sus contribuciones (literarias o no) en la prensa del gran continente, sólo queda intuir a través de sus propias palabras en Palotes y perfiles una personalidad firme y convincente capaz de despertar no sólo la admiración de algunos, sino también la animadversión de otros, y que, en cualquier caso, le posibilitó el formar parte invitada de algunas de las más importantes discusiones políticas del momento. Así, por ejemplo, cuenta el de Yaiza que

por causas de todos conocidas tuve que emigran con mi numerosa prole a la República Argentina, con poca plata, como dicen por allá, en el bolsillo, pero con muchísimo coraje en el corazón.
[…] Después de una feliz travesía, arribé a Montevideo, en una de esas mañanas cuyos matices vivirán por siempre en mi retina.
A la vista de la bellísima ciudad, que los vates aficionados a poner motes llaman “Coqueta del Plata”, escribí una decena de espinelas, saludando a la patria heroica de Arigas y Lavalleja.
De esas décimas recuerdo la primera y la última.
[…] La composición literaria a que me refiero se publicó en casi todos los diarios de la metrópoli uruguaya. Y a los pocos días de la inserción de mis humildes versos de salutación al país a donde acababa de arribar, esos mismos periódicos, en sendos artículos, anunciaban una conferencia del que estos renglones escribe, excitando al público a que concurriera a dicho acto.

“En el teatro Solís
di mi pobre conferencia;
el tema: la independencia
del uruguayo país.

Leoncio Lasso de la Vega
hizo mi presentación,
encomiando en su oración
mi periodística brega”.

Salí con doce duros de Santa Cruz de Tenerife, y llegué a Buenos Aires con mil pesos argentinos, que me produjo la conferencia que di en Montevideo.
Ese milagro, que yo sepa, no lo ha hecho ni la virgen de la Buenaleche.

Ya a finales del siglo XIX, regresó Isaac Viera a Tenerife. Allí, en 1891, publicó La Casa de la Señora, una leyenda en verso editada por Abelardo Bonnet[1] y, más tarde, en 1895, el ya mencionado Palotes y perfiles. Es posible que ya por estas fechas estuviera residiendo en Granadilla de Abona, al sur de la isla, pues, según testimonia la prensa de la época, en 1896 el de Yaiza regentaba en este pueblo una escuela privada que, al parecer, llegó a cobrar gran fama por los excelentes resultados académicos de sus alumnos, hecho que, según un cronista del diario La Opinión (9 de enero de 1896), contrastaba «con el abandono en que vegetaba la instrucción primaria en casi toda esta parte de la isla». Además, refieren estas mismas fuentes que el éxito y admiración de las autoridades locales hacia Viera, llevaron a éste a planear la creación de un centro de segunda enseñanza[2].
No obstante, todo apunta a que las ambiciones del célebre maestro se vieron frustradas con el tiempo, pues en 1914 lo encontramos de nuevo en Arrecife dirigiendo el periódico Antonomasia, desde el cual abogó por la autonomía de cada una de las islas del archipiélago. Asimismo, en 1918 se situó al frente de El Heraldo de Lanzarote, pero sus críticas a León y Castillo y a su paisano José Betancort Cabrera (Ángel Guerra), a la sazón diputado por la isla de Lanzarote, le hicieron abandonar de nuevo la más oriental de las Canarias, esta vez rumbo a Tenerife. Allí, en 1930, dirigió el diario republicano La Patria.
Finalmente, en una fecha que resulta aún difícil de fijar, regresó Isaac Viera y Viera a su isla natal, muriendo en ella, concretamente en el Puerto del Arrecife, en 1941, dejando tras de sí una atribulada vida marcada por la militancia política, el quehacer periodístico y la creación literaria. Junto a las obras ya mencionadas, fue el de Yaiza autor de Por Fuerteventura (pueblos y villorrios, 1904), el etnográfico Costumbres canarias (1916, con reediciones en 1924, 1932 y 1994), el libro de poemas Aires isleños (1921) y un ensayo de paradero desconocido titulado La farsa política en Canarias. Además, durante su estancia en Buenos Aires es sabido que estrenó la comedia de ambiente criollo El hábito no hace al monje.

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De manera general, puede decirse que la obra literaria de Isaac Viera, y de manera especial su creación poética, transita ese regionalismo literario de herencia costumbrista en el que se tiende a la idealización tardorromántica del paisaje canario (e hispanoamericano). El “Poema a Granadilla”, publicado por Viera en el diario El Porvenir, el 6 de diciembre de 1905, es un claro ejemplo de este grado de idealización que, aún en los primeros años del siglo XX, el autor acostumbraba imprimir cansinamente a sus versos:



Vedle de un monte a la falda
reclinar su blanca frente
como sultana indolente
sobre un lecho de esmeralda.
Vedle en sueños tropicales
con campestres atavíos
entres sus bosques umbríos
de frondosos naranjales.
Zagales y campesinas
discurren por sus senderos
que sombrean limoneros
y tapizan clavellinas.

Y sus linfas serpentean
por entre huertos feraces,
y las cabras montaraces
entre los pinos sestean.
Su gente es buena, sencilla,
tan franca y hospitalaria
que no hay en tierra canaria
pueblo como Granadilla.
Una tarde en Acojeja,
en esa hora en que el sol
coronado de arrebol
sobre la mar se refleja

vi un paisaje que el pincel
no osa imitar, ni la pluma,
porque es belleza suma
o bellezas a granel.
Allá el Guajara imponente
entre el cendal de un celaje,
más abajo el oleaje
de Océano rugiente.
Y a mis pies una aldeilla,
en la margen de un barranco,
y allá el caserío blanco
del pueblo de Granadilla.

De sus risas al rumor
lancé mis tristes cantares
que suenan entres sus pinares
como gritos de dolor.
Granadilla es un pedazo
del Paraíso perdido,
y su recuerdo va unido
a mi alma con dulce lazo.
Perdona mi atrevimiento
amigo, si mi cantar
no lo puedo ya adornar
con galas del pensamiento.



Como puede verse, el pueblo de Granadilla es cantado (descrito) fundamentalmente a través de su paisaje mediante la evocación bucólica y utópica «del Paraíso perdido» en un ambiente de «sueños tropicales», «bosques umbríos», «frondosos naranjales», «huertos feraces», y «zagales y campesinas» que, en su conjunto, en algo podrían parecerse a los montes de Cairasco de Figueroa, a la rica campiña grancanaria de los hermanos Millares Cubas o al frondoso valle de La Orotava dibujado por Benito Pérez Armas.
Por su parte, el libro Costumbres canarias (1916), con sus bailes de candil, fiestas de la Pascua, parrandas, romerías, obras de teatro, canciones, etc., constituye una clara muestra de aquel sentimiento nostálgico hacia unas tradiciones menguadas o simplemente desaparecidas al calor de los nuevos tiempos. Así, con respecto a las parrandas, dirá el de Yaiza que

Hemos descrito someramente la edad de oro de nuestras peñas, para que la cual generación vea que la plétora de dinero contribuyó a prostituir los hábitos de los insulares, y a que las “parrandas” llegaran al desenfreno y tomasen las proporciones de verdaderas orgías al aire libre, en determinados pueblos de nuestra región.
Los “parrandistas” de Arrecife, como un horda, invadían las tabernas, y después de cantar por todo lo alto y entregarse a ellas a báquicas libaciones, concluían por arrojar a la calle las botellas, el mostrador y los andamios, mientras tanto el tabernero daba brinquitos de alegría, diciendo para las mangas de su camisa, como el juez del cuento:
-Ahí me las den todas.
Porque al día siguiente percibía en monedas de oro –pues en aquella época las de plata circulaban poco- cuando menos el doble del valor de los daños causados. Así es que hubo dueño de taberna que enriqueció, pasando cuentas galanas a los rompedores de armazones y envases de vidrio. (Viera y Viera 2003: 18-19).

Imbuido también del sentimiento nostálgico que causaba en Viera el recuerdo de las tradiciones hispanoamericanas, no pierde ocasión el de Yaiza para establecer comparaciones entre las costumbres canarias y las de aquellos países del lejano continente en que vivió el escritor:

El baile de candil, entre los gauchos argentinos, según refiere el poeta José Hernández, casi siempre terminaba con una riña sangrienta, en la que el acerado facón, esgrimido por certera mano, relucía entre las tinieblas, rebanando cabezas con la facilidad que un taumaturgo se traga una vela.
Ese trágico fin de fiesta era característico de aquellos tiempos que se pierden en las brumas de remota lejanía, en los que campaban por sus respectos en la Pampa Santos Vega, Juan Moreira y Martín Fierro[3], en cuya boca pone Hernández la siguiente redondilla:

                              Como nunca he sido vil
                              y el peligro no me espanta,
                              me resbalé con la manta
                              y la eché sobre el candil.

               Entre nosotros no se tira de la manta par dejar a oscuras el local del baile, sino de un estacazo se hace saltar el candil con sus tres o cuatro mechas de algodón empapadas en aceite de oliva, y de pronto suena la lúgubre, sacramental frase de “sálvese quien pueda”, como si se tratara de un naufragio. (Viera y Viera 2003: 9-10).


               Sin embargo, no se percibe en este libro el mismo grado de idealización del paisaje que antes presidía el “Poema a Granadilla”, tal vez porque ahora el foco del relato no está tanto el paisaje como el paisanaje, esto es, en sus habitantes y, más aún, en sus costumbres. En este sentido, al igual que los caciques o señoritos burgueses de las campiñas de los Millares Cubas, los personajes de la obra de Viera, a través de las múltiples anécdotas que protagonizan, se convierten en formas abstractas que dan sentido a un pasado isleño, importando más lo que representan que lo que verdaderamente son en tanto que individuos. Así, aún lejos del bucolismo e idealización de obras anteriores, Viera busca más bien crear, y no captar, la realidad insular, por mucho que este proceso compositivo se sedimente en las actuaciones concretas de unos personajes que, antes que dar vida y argumento a un relato, trazan, bajo el anonimato de su individualidad, las señas de identidad de un pueblo (de una colectividad) en presuroso cambio.
Al mismo tiempo, cabe advertir que, a pesar incluso de los diálogos que pueblan los distintos cuadros de la obra, no llega el de Yaiza a esa actitud mucho más narrativa y compleja que caracteriza a los relatos más apegados al Realismo, del mismo modo que tampoco logra ahondar con profusión en la psicología de los personajes Y es que nada de ello interesa a Viera, pues para él la identidad isleña que se desprende del quehacer de sus paisanos debe ser recreada, no captada, para simplemente ofrecer un collage compositivo que sirva de testimonio indeleble del pasado isleño, o, dicho de otra manera, de escritura de la abstracción global de las formas de vida del canario.

Zebensui Rodríguez Álvarez





[1] A ella se refiere el redactor de El Auxiliar. Periódico de Primera Enseñanza, el 31 de agosto de 1891. Sin embargo, no he alcanzado a ver ningún ejemplar de esta obra que, por otra parte, repite título (y muy probablemente temática) con una novela de Antonio María Manrique.
[2] La Opinión, 30 de julio de 1896.
[3] Adviértase el conocimiento que tenía Isaac Viera de la producción literaria argentina del novecientos, especialmente de aquellos autores con los que mayor afinidad ideológica podía tener el vate canario. 





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