«No nos preocupa saber si el pueblo tiene algún derecho a derrocarnos: procuramos tan sólo que no se sienta tentado a hacerlo».
Goethe
Una de las grandes notas definitorias del siglo XIX fue, sin lugar a dudas, el aburguesamiento de la fortuna de la nobleza y el “aristocracimiento” de la cultura y estilo de vida de la burguesía. No hubo, por tanto, ni un triunfo de la burguesía ni una prolongación en el tiempo y el espacio del Antiguo Régimen, sino que, con toda evidencia, se impuso la lógica del capitalismo, según la cual los grupos dominantes optaron por pactar sus roles para defenderse de los posibles movimientos de quienes se encontraban en las partes más bajas de la escala social. De esta manera se logró, incluso, un alto grado de asimilación cultural de los más desfavorecidos. Así, en Gran Bretaña, los trabajadores abandonaron poco a poco sus deseos de transformación radical y se incorporaron a la cultura burguesa; en Francia, los campesinos se “nacionalizaron” paulatinamente; y, en Alemania, las clases populares se germanizaron mediante el influjo de los grandes monumentos, sociedades gimnásticas, festivales públicos…
Sin embargo, este estado de igualitarismo (que no de igualdad social) y domesticación no fue tan pleno como hubiesen deseado las clases dirigentes, por lo que el temor de éstas últimas a que en cualquier momento pudiesen repetirse los hecatómbicos resultados de la revolución de 1789 no desapareció de sus mentes. Así, por ejemplo, en 1819 un tranquilo mitin en Manchester a favor de la reforma electoral fue cruelmente sacudido por las huestes estatales, ya que, según afirmaría uno de sus promotores, de consentirse actos como estos «sería el fin de la ley y del gobierno existentes, y habría que dejar a la población de este país en libertad para organizar un nuevo orden de sociedad por medio de las mismas prácticas sanguinarias de la Revolución Francesa». Un siglo más tarde, justamente en 1932, por citar otro ejemplo, cuando un nutrido grupo de veteranos de guerra estadounidenses se concentró para pedir el pago de ciertas compensaciones (aprobadas por el congreso, pero no hechas efectivo) el ¡ejercito! sacudió violentamente sobre ellos. En ese momento, el general MacArthur (conocido por sus mil y quinientas recreaciones hollywoodienses) declaró que de haber continuado tales movilizaciones por parte de los viejos luchadores «las instituciones de nuestro gobierno se hubieran visto seriamente amenazadas».
Insertos ya en el XXI, las diferencias de clase o estrato social siguen siendo una realidad palmaria, y el deseo de los de arriba por construir barreras (no sólo simbólicas) que los distancien de los de abajo sigue siendo una realidad, aunque, no obstante, no se empleen las armas para ello. Los enemigos a combatir son muchos y, además, es mejor mantenerlos vivos para que sigan trabajando para cubrir las costosas necesidades de los de arriba. Desprovistos entonces de las armas de fuego, la creación de “enemigos internos” se ha convertido para estos últimos en uno de los principales recursos con que amortiguar el efecto adverso de las “masas” (término que viene a sustituir en el siglo XVIII a los de “vulgo” o “plebe”). El objetivo es claro: segregar del entramado social a determinados grupos humanos como inferiores o como enemigos: vagabundos, yonquis, inmigrantes extranjeros (eso sí, cuando dejan de ser necesarios), huelguistas y manifestantes. De esta manera se consigue transmitir al resto (a los no-vagabundos, no-yonquis, no-imigrantes-extranjeros, no-huelguistas y no-manifestantes) la idea de que existe una conjunción de intereses entre los ciudadanos no-segregados y la clase política dirigente, siendo el resto los responsables de todos los problemas. Hay robos por culpa de que algunos no quieren trabajar sino ganar dinero fácil, no hay trabajo para “los de aquí” porque “los de fuera” han venido antes a acapararlos, no hay progreso para Lanzarote porque “los terroristas sociales” se oponen a que las plataformas petrolíferas invadan las costas…
Pero nada de esto es nuevo. En su momento los “enemigos internos” fueron las brujas, los herejes, los campesinos rebeldes o los revolucionarios. Ahora lo son, para muchos, al menos en Canarias, los que salen a la calle a manifestarse en contra de las Plataformas petrolíferas, del saqueo de Bankia, del PGO de no sé dónde, del expolio de no me acuerdo cuál paraje natural… Todos y cada uno de ellos, sin excepción, no son más que “enemigos internos”, una capa de la estructura social que se excluye de la misma. Y no son “revolucionarios”, sino “golpistas civiles”, y no son ciudadanos con derecho a voto, sino “terroristas sociales”…
Tampoco es un gran invento en nuestras islas, como se desprende de lo dicho al principio de este artículo, la unión de los de arriba. En su momento pudieron haber sido burgueses, nobles y aristócratas, hoy pueden serlo la derecha, los pseudo-nacionalistas y los grandes empresarios.
Tampoco es inédito el papel manipulador y propagandístico desempeñado por los grandes medios de comunicación en Canarias, absolutamente vendidos al poder, esto es, a la confluencia de intereses de la clase política gobernante y del empresariado al que se subordinan para, entre otras cosas (como lucrarse), no perder sus cargos. En el siglo XVII, como expone en sus ensayos el historiador Robert Brenner, lo esencial para la clase dominante era contar con «la opinión»: «La fuerza está siempre del lado de los gobernados y los gobernantes no tienen nada más en su apoyo que la opinión. Es, por ello, en la opinión tan sólo que se funda el gobierno; y esta máxima se extiende a los gobiernos más despóticos y militares tanto como a los más libres y populares».
Y está claro que para preservar «la opinión» era necesario hacer creer a los de abajo que la estructura social vigente respondía a la voluntad de Dios y que, además, coincidiendo estratégicamente con nuestra sincronía, aquélla era racional y justa. Así, se asumía (y se sigue asumiendo) la idea de que existían (y existen) unas reglas destinadas a garantizar el bienestar de los súbditos (o de los votantes) y que, cuando son vulneradas, es porque alguien las infringe, no vaya a ser que alguien piense que el sistema es malo…
Diferencias entre los de arriba y los de abajo y entre los integrados y los excluidos, pactos entre las clases poderosas, creación de «la opinión» que más interesa a los dominantes, definición de “enemigos internos”… Miramos al pasado como si nos fuese ajeno. Observamos el futuro indignados sin entender sus claves. Sin embargo, como dijo hace mucho tiempo el pensador, no hay nada nuevo bajo el Sol.
Zebensui Rodríguez Álvarez
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